Cuando la ignorancia reina en la sociedad y el desorden en el pensamiento de los hombres, se multiplican las leyes, se espera todo de la legislación, y como toda nueva ley es un nuevo error, los hombres se ven continuamente empujados a pedir de las leyes lo que sólo puede salir de ellos mismos, de su propia educación y de su propia moral. No es ningún revolucionario quien dice esto, no es siquiera un reformador. Es el jurista Dalloy, autor de la recopilación legal francesa conocida como Repertorio de la legislación. Y sin embargo, aunque el hombre que lo escribió fue, él mismo, creador y admirador de la ley, estas líneas representan perfectamente la anormal condición de nuestra sociedad.
En los Estados actuales, una nueva ley se considera remedio para el mal. En vez de cambiar ellos mismos lo malo, empiezan los hombres por pedir una ley que lo cambie. Si el camino entre dos pueblos es intransitable, dice el campesino: Tendría que haber una ley sobre los caminos rurales. Si el encargado de un parque se aprovecha de la falta de espíritu de los que le obedecen con servil devoción y les insulta, dice el insultado: Debería haber una ley que obligase a los encargados de los parques a ser más educados. Si hay estancamiento en la agricultura o el comercio, el padre de familia, el ganadero o el especulador del trigo alegan: Lo que necesitamos es legislación protectora. Todos, hasta el viejo pañero, exigen una ley que proteja su propio negocio. Si el patrón reduce los salarios y aumenta las horas de trabajo, el político en embrión exclama: Ha de haber una ley que reglamente todo esto con justicia. ¡Leyes por todas partes y para todo, ¡en suma! Una ley sobre modas, una ley sobre perros rabiosos, una ley sobre la virtud, una ley para poner coto a los vicios y a todos los diferentes males originados por la indolencia y la cobardía de los hombres.
Tan pervertidos estamos por la educación, que procuramos desde la infancia matar en nosotros el espíritu de rebeldía, y desarrollar el de sumisión a la autoridad; tan pervertidos estamos por esta existencia bajo la férula de una ley que regula todos los acontecimientos de la vida (nuestros nacimiento, educación, desarrollo, amor, amistad) que, si sigue tal estado de cosas, acabaremos perdiendo toda iniciativa, todo hábito de pensar por nosotros. Nuestra sociedad parece ya incapaz de entender que se pueda existir de otro modo que bajo el yugo de la ley, elaborada por un gobierno representativo y administrada por un puñado de dirigentes. E incluso cuando llegó tan lejos como para emanciparse de la esclavitud, su primera preocupación fue reconstruida de inmediato. El Año 1 de la Libertad nunca ha durado más de un día, pues después de proclamado, a la misma mañana siguiente, los hombres se pusieron bajo el yugo de la ley y la autoridad.
En realidad, en varios miles de años, los que nos gobiernan no han hecho sino dar vueltas a este principio: Respeto a la ley, obediencia a la autoridad. Es ésta la atmósfera moral en que los padres educan a sus hijos, y la escuela no sirve más que para confirmar la impresión. Para demostrar la necesidad de la ley se inculcan a los niños fragmentos sabiamente elegidos de falsa ciencia; la obediencia a la ley se convierte en una religión; la bondad moral y la ley de los amos se funden en una y la misma divmidad. El héroe histórico de la escuela es el hombre que obedece a la ley, y la defiende contra los rebeldes.
Más tarde, cuando nos incorporamos a la vida pública, la sociedad y la literatura se aplican, día a día y hora a hora, como la gota de agua que agujerea la piedra, a continuar inculcándonos: el mismo prejuicio. Los libros de historia, de ciencia política, de economía social, están llenos de este respeto a la ley. Hasta las ciencias físicas se han visto forzadas a ponerse al servicio de esta tendencia introduciendo formas de expresión artificiales, tomadas de la teología y del poder arbitrario, siendo un conocimiento que es puro resultado de la observación. Así se logra nublar nuestra inteligencia, y mantener siempre nuestro respeto a la ley. La misma tarea hacen los periódicos. No hay un artículo que no predique el respeto a la ley, aun cuando la tercera página demuestre diariamente la estupidez de esa ley, y muestre cómo es arrastrada y pisoteada por los encargados de su administración. El servilismo ante la ley se ha convertido en virtud, y dudo que haya habido nunca ni siquiera un revolucionario que no empezase en su juventud como defensor de la ley contra lo que suelen llamarse abusos, aunque estos últimos sean consecuencia inevitable de la ley misma.
El arte coincide en esto con la supuesta ciencia. El héroe del escultor, el pintor, el músico, protege la ley bajo su escudo, y con los ojos relampagueantes y el ceño fruncido está siempre dispuesto a derribar al hombre que quiera atacarla. Se levantan templos en su honor; los propios revolucionarios vacilan ante la idea de tocar a los sumos sacerdotes que están a su servicio, y cuando la revolución va a barrer alguna vieja institución, sigue siendo con la ley con lo que intenta santificar el hecho.
La masa confusa de reglas de conducta que llamamos leyes, herencia de la esclavitud, la servidumbre, el feudalismo y la realeza, ha ocupado el lugar de aquellos monstruos de piedra ante los que solían inmolarse víctimas humanas. y a los que los esclavizados salvajes no se atrevían siquiera a tocar por miedo a que los matasen los rayos del cielo.
Este nuevo culto se ha asentado con especial éxito desde que alcanzó el poder la clase media: desde la Gran Revolución Francesa. En el antiguo régimen, hablaban los hombres poco de leyes; a menos que fuese para oponerlas al capricho del rey. como Montesquieu, Rousseau y Voltaire. La obediencia a la voluntad sin trabas del rey y de sus lacayos era obligatoria bajo pena de horca o de prisión. Pero durante las revoluciones y tras ellas, cuando los juristas llegaron al poder, hicieron lo posible para fortalecer el principio del que dependía su dominio. La clase media lo aceptó de inmediato como dique contra el torrente popular. La casta sacerdotal se apresuró a santificarlo, para que no se hundiese su barca entre las olas. Por último, el pueblo lo recibió como una mejora frente a la autoridad arbitraria y la violencia del pasado.
Para entender esto hemos de trasladarnos con el pensamiento al siglo dieciocho. Nuestros corazones deben estremecerse con ta historia de las atrocidades cometidas por la todopoderosa aristocracia de la época con los hombres y mujeres del pueblo para poder captar la influencia mágica que sobre el pensamiento de los campesinos debieron ejercer las palabras: Igualdad ante la ley, obediencia a la ley sin distinción de origen o fortuna. El que hasta entonces se había visto tratado con más crueldad que los animales. el que no había tenido jamás derecho alguno, el que jamás obtuviera justicia frente a los actos más repugnantes de los nobles a menos que se tomase la venganza por su mano y acabase ahorcado, se veía reconocido en esta máxima, al menos en teoría, al menos respecto a sus derechos personales. como igual a su señor. Cualquiera que pudiese ser esta ley, prometía tratar por igual al señor y al campesino; proclamaba la igualdad de ricos y pobres ante el juez. Tal promesa era falsa, y hoy lo sabemos; pero en ese período era un avance, un homenaje a la justicia, como la hipocresía es un homenaje prestado a la verdad. Este es el motivo de que, cuando los salvadores de la amenazada clase media (los Robespierre y los Danton), apoyándose en las obras de los Rousseau y los Voltaire proclamaron: Respeto a la ley e igualdad de todos los hombres ante ella, el pueblo aceptase el compromiso; en el ímpetu revolucionario había agotado ya su fuerza, luchando con un enemigo cuyas filas aumentaban día a día; inclinó la cabeza bajo el yugo de la ley para salvarse del poder arbitrario de sus señores.
La clase media ha seguido siempre desde entonces aprovechando lo más posible esta máxima que, con otro principio, el del gobierno representativo, resume toda la filosofía de la era burguesa: el siglo diecinueve. Ha predicado esta doctrina en sus escuelas, la ha propagado en sus escritos, ha moldeado su arte y su ciencia con el mismo objetivo, ha introducido sus creencias en todos los rincones y agujeros (como una inglesa piadosa, que introduce folletos por debajo de la puerta) y todo ello con tal éxito que vemos hoy el detestable hecho de que hombres que anhelan la libertad empiezan a intentar obtenerla procurando que sus amos sean lo bastante bondadosos como para protegerles modificando las leyes que esos mismos años han creado.
Pero tiempos y mentalidades van cambiando. Hay rebeldes por todas partes que ya no quieren obedecer a la ley sin saber de donde viene, para qué se utiliza y de dónde nace la obligación de someterse a ella. y la reverencia de que se la rodea. .
Los críticos analizan las fuentes de la ley y descubren bien un dios, producto de los terrores del salvaje, y estúpido, ruin y malévolo como los sacerdotes que proclaman su origen sobrenatural, bien la matanza, la conquista por el fuego y la espada. Estudian las características de la ley, y, en vez del continuo desarrollo que corresponde al del género, hallan su rasgo distintivo en la inmovilidad, la tendencia a cristalizar lo que debería modificarse y evolucionar día a día. Se preguntan cómo se ha mantenido la ley, y a su servicio ven las atrocidades bizantinas, las crueldades de la Inquisición, las torturas de la Edad Media, carne viva rasgada por el látigo del verdugo, cadenas, porras, hachas, las sombrías mazmorras de las cárceles, agonía, maldiciones y lágrimas. En nuestros propios tiempos ven, como antes, el hacha, la soga, el fusil, la cárcel; por una parte, el preso embrutecido, reducido a la situación de una bestia enjaulada por el rebajamiento de toda su persona moral; y, por otra, el juez, desnudo de todo sentimiento que haga honor a la naturaleza humana, viviendo como un visionario en un mundo de ficciones legales, recreándose en administrar cárcel y muerte, sin sospechar siquiera, en la fría maldad de su locura, el abismo de degradación en que ha caído a los ojos de aquéllos que han de sufrir el peso de su condena.
Ven una raza de legisladores haciendo leyes sin saber de qué tratan; votando hoy una ley sobre la higiene de las ciudades, sin tener la menor idoo de higiene, elaborando al siguiente las normas para el armamento de la tropa, sin siquiera saber qué es un fusil; elaborando leyes sobre la enseñanza y la educación sin haber dado en su vida, no ya una lección, sino ni siquiera educación honrada a sus propios hijos; logislando al azar en todas direcciones, pero sin olvidar nunca las penas que han de aplicarse a los miserables, la prisión y las galeras, a las víctimas que constituyen un sector de hombres mil veces menos inmorales que esos mismos legisladores.
Por último, ven los críticos al carcelero que va camino de perder todo sentimiento humano, al detective entrenado como perro de presa, al soplón, que se desprecia a sí mismo; la denuncia convertida en virtud; la corrupción erigida en sistema; todos los vicios, todas las peores cualidades del género humano favorecidas y cultivadas para asegurar el triunfo de la ley.
Vemos todo esto y, en consecuencia, en vez de repetir como insensatos la vieja fórmula, respeta la ley, decimos: ¡Desprecia la ley y todos sus atributos!. En vez de la cobarde frase: Obedece la ley, nuestro grito es ¡Rebélate contra todas las leyes!
Basta comparar las fechorías realizadas en nombre de la ley con el bien que ha sido capaz de proporcionar, y sopesar cuidadosamente bien y mal, para ver si tenemos razón.